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martes, 24 de enero de 2012

Subir por “los palos”

La primera plaza de toros que recuerdo es la de Almazán.

En aquella época era una construcción mixta. Junto a una parte inicial de mampostería que albergaba las localidades de barrera y las 2 primeras filas de contrabarreras se yuxtaponía una estructura provisional de madera que soportaba algunas filas de tendidos.
La estructura base era sencilla. Unos pies derechos empotrados en el suelo soportaban unos pares sobre los que se cuajaba, con tablazón de madera, un tronco de cono invertido en cuya cara interior se colocaban los asientos para el público.
Para estabilizar la estructura de aquel circo se colocaban jabalcones y tornapuntas a los que cabe el mérito de haber impedido año tras año una trágica debacle.

De este modo se igualaba en temeridad el comportamiento de público y actuantes.

Aquel entramado de madera lo llamábamos “los palos”.
Y aquellos palos eran los jueces implacables que decretaban – a la vista de todos nosotros- el final de la niñez para quienes superaban aquella prueba de habilidad, fuerza y valor que suponía trepar hasta lo más alto y alcanzar los tendidos de la plaza.
Cada verano se cobraban un alto precio en forma de algún brazo roto, bastantes moratones y demasiadas lágrimas de impotencia de los que no éramos capaces de triunfar en aquella diabólica cucaña.


… Mis hermanos disfrutaban de las fiestas y -como sabéis- yo había derrochado de golpe los cien duros del abuelo en una corrida de rejones.
Y como la felicidad que produce haber ido a los toros se esfuma con la vista del cartel que anuncia el próximo festejo había pasado de sentirme dichoso a vivir la angustia del condenado a escuchar los olés desde fuera de la plaza.

La novedad de la temporada era Paco Alcalde y me lo iba perder por mi mala cabeza de impaciente.

Nada más terminar de comer ya formaba parte del grupo de chavales que merodeaba por los alrededores de la plaza. Era demasiado pronto.
A medida que se acercaba la hora del inicio del festejo la estrategia no estaba clara. "Los palos" hasta ese momento habían sido para mí una barrera infranqueable: era torpe, no tenía fuerza y para más inri siempre he tenido miedo a las alturas.

Después de un par de estériles intentos de confundirme entre el gentío que ya entraba a la plaza, me di cuenta que resultaría imposible que los porteros no repararan en aquel molesto crío que entorpecía la fila de espectadores.

Oí la música del paseíllo y las primeras ovaciones. Los cambios de tercio se sucedían y sonaban en mis oídos a rabia e impotencia.

Había salido ya el segundo toro y la tarde se me iba.

Hasta que por fin lo intenté.
Y me puse de verdad. Y me cuadré frente a los palos con decisión. Y dejé a un lado el miedo a las alturas. Y acopié fuerzas. Y me olvidé del cuerpo.
Sentí en ese momento que aquél muro se entregó, que aquellos palos malditos se inclinaron concediéndome, ahora sí, el salvoconducto para subir.
Al llegar arriba un último cuidado para burlar la mirada de aquel triste vigilante que con una vara y un brazalete rojo era el guardián de la empalizada y a quien todo el mundo llamaba “mal español”.

Un salto final y adentro.
En aquél momento sonó una cerrada ovación, de color azul cielo y oro, como el traje de luces de Paco Alcalde quien acababa de poner un tremendo par de banderillas.

¡Qué gran par señores!


Apunte de Pancho Flores
Publicado en el blog terciodepinceles.blogspot.com

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