Era la tarde de nochevieja. Hacía un rato que habían
terminado de comer.
En la calle la lluvia caía suave, dulcemente mansa. Tarde de
tertulia y brasero.
Pero en la pequeña casa, de repente, las prisas se desatan:
todo por hacer, ropas por planchar, la cena a medio preparar, olor a puchero,
yerbabuena y pavo, mujeres nerviosas… ¿De verdad hace falta tanto? Sintió que se
ahogaba. Necesitaba escapar.
- ¿A dónde vas?
- Al campo, vendré pronto.
Al salir a la calle extrañó la luz intensa del verano, pero
la tarde le parecía preciosa.
Fugitivo en su propio coche, pasaron algunos kilómetros
hasta que la autovía de Jerez a Algeciras le enseñó el cruce de Medina. Tomó la
salida y creedme si os digo que al tomarla sintió que hasta los limpias
se movían al compás.
Al bajar la cuestecita, un dilema que adquiría caracteres existenciales:
¿Qué camino seguir? ¿Los Alburejos, La Zorrera, El Toñanejo?
Ninguno. Sentía que la llamada venía de otro sitio. Continuó
por la 396 hasta la rotondita del cruce que sube hacia Medina. Allí se desvió
por la 393. Apenas habían transcurrido 300 metros cuando se descubrió en un
carril de tierra que había cogido a su izquierda como un autómata. Nunca había estado
allí, pero sintió que algo le había arrastrado. No tenía claro que hubiera sido
él quien había querido venir.
Bajó del coche. Paró el motor. Quiso sentir el campo. Oyó el
ruido de la lluvia y vió algunos cercados. Hinchó los pulmones para oler a
pasto mojado y bravura. Disfrutó de mojarse y caminó algunos metros.
Ver los animales en el campo, a pie, sin prisas, sin
molestarlos siempre le había producido una sensación de paz que no sabía
describir.
En el cercado de su derecha una treintena larga de añojos
gozaban del pasto húmedo y abundante. No supo si habría más. La loma que lo
coronaba les permitía aparecer y desaparecer perezosamente siguiendo el
capricho de su curiosidad y el imán de sus querencias.
Con la vista repasó uno tras otro los animales que tenía delante
y trató de adivinar en sus miradas lo que llevarían dentro. No eran grandes. Los
imaginaba en la plaza y en su vanidad de aficionado pensó que tal vez sería
capaz de torearlos.
De pronto un becerro levantó la cara y le miró de arriba abajo.
En aquel momento supo que no era casualidad que hubiera llegado hasta allí. Sintió
que le estaba esperando.
Vió en sus ojos la esencia de la bravura, la fiereza, las
brasas candentes del picón.
Nunca antes había sentido miedo en el campo, pero la mirada
de aquel becerro le sobrecogió. Le quitó el sitio.
Muy despacio, sin perderle la cara volvió hasta el coche. Nunca
más ha vuelto a ese camino.
Llegó a casa todavía desencajado.
- No traes buena cara. ¿Te ha pasado algo?
- Nada, cosas mías.
Este relato está dedicado a Alberto Ariza Moreno por su
reciente blog El Secreto de la Bravura, cuya visita os recomiendo.
UN BELLISIMO RELATO DE SENTIMIENTOS Y EMOCIONES, TODO POR QUE DENTRO EXISTE LA LLAMADA DEL "TORO".
ResponderEliminarUn abrazo Felipe.
Amigo Felipe: Precioso relato. Me ha encantado. Ahora que estoy lejos de casa y llevo casi dos meses sin ir por alli (los estudios no me dejan) has hecho que me transportase a mi tierra por un momento. Me he visto allí en ese cruce y esa rotondita por donde paso cada vez que vuelvo a casa, por donde paseo a caballo cada vez que puedo. Has conseguido emocionarme. Sencillamente maravilloso.
ResponderEliminarMuchisimas gracias por dedicarme estas líneas tan especiales y por recomendar mi recien nacido blog. Taller de toros ya aparece recomendado en El secreto de la bravura, porque leído este relato creo que, aunque en ocasiones tengamos opiniones distintas, ambos nos emocionamos con el toro y el campo y remamos en un mismo sentido.
¡Un saludo y un fuerte abrazo!
Me alegra que os guste
ResponderEliminarUn abrazo