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viernes, 9 de diciembre de 2011

500 pesetas



... Un año más habían llegado las fiestas del pueblo. Y con ellas aquel peregrinaje por las casas de parientes y familiares.

Los hermanos juntos, bien peinados y a saludar. Todos vestidos igual. Como un pequeño ejército listo para pasar revista.

Las instrucciones claras: no pedir nada, calladitos y ojito con dar la nota.

El abuelo vivía al final de aquella interminable cuesta, en la última casa. El calor del primer domingo de septiembre se sumaba al fuego que provocaban en los pies las rozaduras del estreno.

El padre encabezaba la tropa que rompió filas pocos metros antes de llegar a la casa ansiosa por alcanzar el zaguán y de paso ganar la sombra.

Al llegar un beso a la abuela, un comed algo, un no tengo hambre, un por vergüenza no lo hagas, un que majo se hace este chico, un sentaos, un quedarse pegado en aquel sofá de “escai”, un silencio, un no saber que hacer.

No recuerdo mucho más, o sí, una mirada cristalina, una azul transparencia que semioculta bajo aquellas cejas blancas me provocó el escalofrío de sentirme descubierto.

Deslizó en mi bolsillo un billete azul, en mi mejilla un beso y en mis oídos un ¡que salga buena la tarde!

Al volver a casa la costumbre era rendir cuentas.
- ¿Qué os ha dicho el abuelo?
- Que pasemos buenas fiestas, dijeron mis hermanos.
- ¿Y a ti?
- Nada, cosas nuestras.

Con aquel dinero compré mi primera entrada. Toreó Manuel Vidrié.

Nunca desde entonces se me ha hecho pesado hacer cola en las taquillas y a veces, mientras espero, siento un beso en mi mejilla y una voz que me dice ¡que salga buena la tarde!...

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